Tanto andar y desandar sin aferrarse nunca a nada, como un Amoroso, que busca, no encuentra. Tanta rabia y tanta cicatriz escupida y tantas violaciones no perdonadas. Como diría Amaya, tanta escoria junta. La precariedad de algunas almas que se creen superiores nunca fue un tema teológico, ni de estado. Más bien es un asunto de gusanos, de seres que se arrastran, que se sumergen en orín y mierda. Seres, como dice mi hermano, que no tienen para limpiarse el culo.
Era de noche cuando Pretérito habló con su amigo la última vez. Eran las doce. Llovía, no, no llovía, que absurdo que siempre llueva. Pues no, eran las doce de la noche y hacía un sol fabuloso, e increíble. A él le salieron unas alitas ridículas sobre la espalda y se echó a volar mientras un autobús le escupía monóxido en el rostro. Entonces era unos años antes, y estaba en una fiesta de carnaval y atravesaba la garganta de una mujer disfrazada de hada. Luego, de súbito, ésta mujer resultó un escandinavo enorme de pene muy pequeño, que le golpeó mientras intentaba blandirle con su diminuta hombría. Aleteó de nuevo y huyó.

Fue allí que decidió no hacer caso del duende que gritaba glotalmente sangre y lodo. Era como una rémora sin tiburón. Como un númen maltrecho por tantas huidas. Él la bendijo en su lengua y se marchó. Una psique y un blanco tatuaje que partía hacía el nunca de nuevo. En eso, en eso momento de ternura budista, se acercó el viejo harapiento y le miró con su ojo de vidrio y Pretérito, viendo los escosores de su piel, le estampó un puño en el ojo. Allí le dejó tendido y siguió volando. Era un demonio en busca de cielos.