lunes, 3 de mayo de 2010

Vuelta tarde


Maldije. La luz del callejon no fue impedimento -Cuándo lo había sido- para maldecir a la puta esa, la soledad.

Llegué pasadas las cuatro. Apenas pude abrir el portón. Recompuse el andar y entré como un Adolfo en Francia, henchido, despampanante, pletórico. Diminuto. Tiré la camisa al... a cualquier lado. Los zapatos. Las medias. El pantalón. Quedé vestido sólo con el boxer. Así me fumé dos cigarrillos sentado en la cama. Veía las curiosas formas que hacía el humo con la luz que apenas entraba del baño. Me gusta el tango, pensé.

La cohesión es un tema de abrochamientos. Yo nunca he podido hablar de cohesión. Saber de cohesión, al menos. Entender, la bendita cohesión. La uniformidad del discurso que se hila en uno. Eso es inexistente en mí. Un día me gusta el café negro y no puedo si quiera pensar, sin una taza de café negro en las manos. Al día siguiente me parecen despreciables los adictos a la cafeina. Trogloditas.

A la mañana siguiente, un hueco de la ventana deja pasar directo a mi rostro la candela con que el sol quema a los desprevenidos. A los que no saben de cohesión. Maldije.

Luego de cepillarme y sentir los 500 kilos de peso muerto de todos mis cadaveres sobre mi espalda, hundiendo mi lesión lumbar, creo que me pregunté sobre los cartogramas del alma. La rosa de los vientos, de las almas, cómo es.