lunes, 13 de agosto de 2007

Disquisiciones sobre el tiempo y otras porquerías


El perro que tiene ganas y anda para todos lados detrás de la hembra en celo, no importa que él sea un Pastor Alemán y ella una callejera sin pedigree ni dueños ni historia, sin casa ni alimento seguro ni mano que sobe su lomo a diario o cuando se acuerde. El perro jadea y baila su lengua larga salivando detrás de la hembra triste que, sin embargo, ahora parece ser un poco feliz porque le importa a alguien, aunque sea por mero instinto, por puro sentido de reproducción. Y ella que va de aquí para allá, hacia donde le plazca y él que la sigue y la husmea, la huele, la saborea o intenta hacerlo, la busca, la rodea, trata de forzarla. Tonto, pobre Alemán tonto que hace sus movimientos como máquina de coser movida por la bestialidad. Él no se percata que ella, más pequeña, mucho más pequeña y sin embargo más grande pues tiene el control del «querer», y ella no quiere, está al revés. Él sigue con su lengua afuera y los ojos cuasi extraviados de placer imaginario con sus movimientos y ella voltea para acá y para allá sin entender nada, con su cara larga y negra entre las piernas de él. Algunas personas que pasan a un lado se detienen y se ríen del Alemán. Parece que está poniéndola a mamar, dicen. Y se ríen ridículos en su estupidez de la ridícula estupidez del Alemán mientras a su alrededor la vida sigue su curso implacable, la arena sigue cayendo al otro lado del embudo de cristal y ninguno, el Alemán, la callejera ni las personas que se ríen de aquello se dan cuenta que la vida sigue su curso, ciega como es, hacia delante, hacia cualquier punto en el tiempo, con tal quede hacia delante.

A fin de cuentas ¿Qué es el tiempo? ¿No es aquél Alemán, a la vez, humano y animal? ¿No es el ruido de la vida un desatino y una voluntad? La vida que se repite una y otra vez, a su antojo, no importa el tiempo, no importa lo animal ni lo humano ni lo extraordinario, no importan tampoco las voluntades, los aciertos ni los fallos. La vida siempre va hacia delante, aunque adelante sea hacia atrás y viceversa. La única diferencia de este repetirse es el rostro, el momento, único a decir de los grandes señores, se repite siempre y va como una puta de aquí para allá y vuelve y se marcha con quien le parezca y no hace sino repetirse y volver a ser único. Y el rostro también tiene un sentido promiscuo de pertenencia, siempre hay alguien que se parece a uno, un doble por allí en el mundo, a la misma hora, tal vez en el mismo lugar. Y seguro es que ya antes en el tiempo hubo otros, muchos, con este rostro que se tiene ahora y que se lleva muchas veces con orgullo, porque la genética se lo dio como regalo a uno para lucirlo o esconderlo, según el caso. Y seguro es, también, que alguien más, en el futuro, tendrá nuestro rostro, que consideramos «nuestro» porque lo llevamos puesto ahora, y que en realidad es propiedad común, nos rige algo así como un marxismo facial, un socialismo del instante, un comunismo del vivir, que es de todos y de nadie en particular.

Freud y Jung


Un cigarrillo tras otro, colillas amontonadas en el cenicero. Una cruz caída. La corneta de carro en la calle. Las cuatro de la mañana. El sueño terrible de una caída. Se despierta y no puede fijar la vista en un solo lugar. La vista le da vueltas al compás de aquella corneta fúnebre. El corazón agitado. Se siente caer. Los cigarrillos y su humo son la única cosa que tiene fija en la mente. Siente miedo, está perdido en sí mismo. El humo dibuja una silueta a su lado. ¿Lo oíste? Ese hijo de puta, no joda. El coñísimo de su madre, coño. ¿Qué fue? No se, un carro, me imagino, Pero no era una corneta normal. Coño, mal parido de mierda. Que bolas, por allá se oye. Un borracho, seguro. No podía ver. Tengo el corazón a mil. Me duele la cabeza. Estoy aturdido. Bueno, ya, cálmate. Verga que bolas, pana. Prende la lámpara. Los dos sentados en la cama, tratando de tomar aire. Él que la ve, ya no es de humo, tenía esa sensación; ahora es ella, normal, humana, pues. Piensa en levantarse, ir al baño, encender un cigarro, es lo único que tiene claro. Teme caerse al poner el primer pie en el piso. Todo le parece un sueño, es un sueño.

Se mira al espejo y ve serpientes en lugar de hebras de cabello. Acerca su rostro a la imagen y ve en sus ojos a un hombrecito. El hombrecito es su padre. Está fustigándose a placer en un cuarto. Entra una mujer mayor que le dice unas palabras inasibles, no las entiende. Él, su padre, acaba. La vida es tan elemental. Es una división sencilla, una regla de tres simple, una suma, una resta. Un residuo de la vida de alguien más. Sí, es una división con residuo, una división que nunca o casi nunca dará exacta. Se echa agua y se refriega los ojos. Se vuelve a ver. De nuevo el cabello es cabello y no serpientes, sin embargo ahí sigue el hombrecillo, ahora está penetrando a una mujer por el ano. Él se acerca más al espejo, quiere ver bien. La escena trascurre en un tren. El bamboleo de la marcha no interrumpe el ritmo frenético del coito contra natura. Hay unas voces en el vagón contiguo, y unos hombres que también observan, son ellos quienes hablan. El hombrecillo no les presta atención, la mujer tampoco, ella grita y gime, el hombrecillo saca y mete su pene descomunal con rabia, casi. Ahora se asoman unas mujeres también. Todos miran, hablan casi entre dientes entre ellos pero no dejan de mirar. Él, pretérito, sigue observándolo todo a través de sus ojos, en el espejo. Al fin el hombrecillo da un grito y acaba, la mujer grita también. Están empapados en sudor y él saca su miembro que gotea un mezclote extraño de semen, sangre y mierda. Los observadores no se retiran, casi parecen excitados, no dejan de hablar y de mirar. El hombrecillo da una bofetada a la mujer y luego le da un beso. Comienzan a charlar y los mirones se retiran de dos en dos. Eran demasiados, es incomprensible cómo eran tantos cuando la ventana era más bien pequeña, pero todos observaron sin estorbarse. De nuevo pretérito se echa agua en el rostro, ahora varias veces, está cansado. Siente ganas de orinar y se acerca a la letrina. Se horroriza con lo que ve cuando toma su pene entre las manos, siente ese olor.

Decide apagar la luz y la mujer a su lado se vuelve de humo nuevamente. Aún siente miedo, aún oye la corneta del maldito carro que lo despertó para meterlo en ese sueño extraño donde no hacía sino caer dentro de sí mismo. Un hombre no cae sino es dentro de sí. No existen otras caídas. Ahora, como es debido, volverá a caer en el sueño profundo hasta las nueve de la mañana.

jueves, 2 de agosto de 2007

Causas y azares



Afuera hacía un sol como en meses no había visto la ciudad. Un sol dominical, diría el abuelo. T se asomó a la ventana de la habitación como pudo. Apretó los ojos por la incandescencia. Mes y medio en el hospital, sedantes, analgésicos y demás medicinas y operaciones le habían dado una pesadez extraña en el cuerpo. Aún le dolía el abdomen. Las puñaladas recibidas le hirieron más que el cuerpo, le hirieron el orgullo. Por eso, meses después, ya totalmente restablecido de salud, fue a visitar a M, la vecina fea de Pretérito, que le saciaba la sed de piel ocasionalmente. Por eso se la tiró en la sala, con las cortinas abiertas para que quien quisiera ver, viera. Especialmente nuestro protagonista, claro. Lo que no sabía T era que Pretérito estaba embebido en una marejada de pensamientos y disertaciones acerca de si debía o no irse a Beirut con la joven del perfil y el cuello de estatua helénica.

Sostenía en su mano una foto de Isabella, que era su nombre, y la tomaba como quien tiene entre las manos un relicario sagrado, un objeto cuyo valor es tremendamente superior a lo estimado por el más experto conocedor de reliquias. Lo sostenía y admiraba la perfección de los trazos, las líneas, las sombras y la luz que daban a ese rostro la altivez y la inocencia de una virgen atea. Se preguntaba si sería cierto que la vida daría las vueltas necesarias para juntarlos una vez al menos. Y temía que sólo los juntara una vez y no más. Temía ser tomado de la mano, ser bebido por esos labios que ahora veía como de mármol, tan vivos y tan fríos, tan distantes, lejanos, imposibles, y que sin embargo se le aparecían en sueños, en recuerdos, en divagaciones y alucinaciones, como una droga potente que toma su mente y se adueña de sus sentidos, alterándole la realidad. La realidad era que T, en ese preciso momento, estaba tirándose a su amiga, la única posesión carnal que tenía por esos días. Era una puñalada que no sabía, no tenía conciencia para más nada fuera de aquélla foto y las cartas de Isabella, que estaba recibiendo.

El sol de aquella mañana, meses antes, le alegró el día a Pretérito, acababa de salir de la oficina postal, de recibir un sobre remitido desde Beirut. Estaba pletórico de emoción, ella, Isabella, le había enviado una foto con una dedicatoria. «Te envío este rostro que es mío y es tuyo, esperando lo guardes en ese lugar escondido que eres. Con Amor, I» La foto que sostendría en sus manos la tarde en que sonaba el teléfono mientras T fornicaba con M, debajo de sus narices. Pretérito no podía si quiera prever, al momento de recibir el sobre, que bajo ese mismo sol ardiente T planeaba paso a paso su venganza, la manera de ultrajar su vida, no podía saber que en T hervían las tripas que le quedaban con el ansia de las puñaladas por dar.