lunes, 13 de agosto de 2007

Freud y Jung


Un cigarrillo tras otro, colillas amontonadas en el cenicero. Una cruz caída. La corneta de carro en la calle. Las cuatro de la mañana. El sueño terrible de una caída. Se despierta y no puede fijar la vista en un solo lugar. La vista le da vueltas al compás de aquella corneta fúnebre. El corazón agitado. Se siente caer. Los cigarrillos y su humo son la única cosa que tiene fija en la mente. Siente miedo, está perdido en sí mismo. El humo dibuja una silueta a su lado. ¿Lo oíste? Ese hijo de puta, no joda. El coñísimo de su madre, coño. ¿Qué fue? No se, un carro, me imagino, Pero no era una corneta normal. Coño, mal parido de mierda. Que bolas, por allá se oye. Un borracho, seguro. No podía ver. Tengo el corazón a mil. Me duele la cabeza. Estoy aturdido. Bueno, ya, cálmate. Verga que bolas, pana. Prende la lámpara. Los dos sentados en la cama, tratando de tomar aire. Él que la ve, ya no es de humo, tenía esa sensación; ahora es ella, normal, humana, pues. Piensa en levantarse, ir al baño, encender un cigarro, es lo único que tiene claro. Teme caerse al poner el primer pie en el piso. Todo le parece un sueño, es un sueño.

Se mira al espejo y ve serpientes en lugar de hebras de cabello. Acerca su rostro a la imagen y ve en sus ojos a un hombrecito. El hombrecito es su padre. Está fustigándose a placer en un cuarto. Entra una mujer mayor que le dice unas palabras inasibles, no las entiende. Él, su padre, acaba. La vida es tan elemental. Es una división sencilla, una regla de tres simple, una suma, una resta. Un residuo de la vida de alguien más. Sí, es una división con residuo, una división que nunca o casi nunca dará exacta. Se echa agua y se refriega los ojos. Se vuelve a ver. De nuevo el cabello es cabello y no serpientes, sin embargo ahí sigue el hombrecillo, ahora está penetrando a una mujer por el ano. Él se acerca más al espejo, quiere ver bien. La escena trascurre en un tren. El bamboleo de la marcha no interrumpe el ritmo frenético del coito contra natura. Hay unas voces en el vagón contiguo, y unos hombres que también observan, son ellos quienes hablan. El hombrecillo no les presta atención, la mujer tampoco, ella grita y gime, el hombrecillo saca y mete su pene descomunal con rabia, casi. Ahora se asoman unas mujeres también. Todos miran, hablan casi entre dientes entre ellos pero no dejan de mirar. Él, pretérito, sigue observándolo todo a través de sus ojos, en el espejo. Al fin el hombrecillo da un grito y acaba, la mujer grita también. Están empapados en sudor y él saca su miembro que gotea un mezclote extraño de semen, sangre y mierda. Los observadores no se retiran, casi parecen excitados, no dejan de hablar y de mirar. El hombrecillo da una bofetada a la mujer y luego le da un beso. Comienzan a charlar y los mirones se retiran de dos en dos. Eran demasiados, es incomprensible cómo eran tantos cuando la ventana era más bien pequeña, pero todos observaron sin estorbarse. De nuevo pretérito se echa agua en el rostro, ahora varias veces, está cansado. Siente ganas de orinar y se acerca a la letrina. Se horroriza con lo que ve cuando toma su pene entre las manos, siente ese olor.

Decide apagar la luz y la mujer a su lado se vuelve de humo nuevamente. Aún siente miedo, aún oye la corneta del maldito carro que lo despertó para meterlo en ese sueño extraño donde no hacía sino caer dentro de sí mismo. Un hombre no cae sino es dentro de sí. No existen otras caídas. Ahora, como es debido, volverá a caer en el sueño profundo hasta las nueve de la mañana.

1 comentario:

Viandante dijo...

Un poco bizarro, pero no por eso no bien escrito, como siempre.
Clap, clap, clap.